Expansión de Horizontes — James A. Long

Introducción

En cada época han reflexionado hombres y mujeres acerca del misterio de la existencia: ¿De dónde venimos? ¿Por qué estamos aquí? ¿Y cuál será nuestro destino final? Al anhelar descubrir una filosofía que resulte válida, ¿a dónde podemos recurrir?

Si somos sinceros en nuestro deseo de hacernos instrumentos para el bien del mundo, el poder de nuestra aspiración nos proporcionará ineludiblemente las oportunidades que necesitamos para lograr nuestra finalidad. Tal vez un libro, una revista o un suceso de aparente casualidad, alguna persona o cosa, hará surgir en nuestra conciencia una reacción en cadena que nos atraerá como el imán a las limaduras de hierro, hacia una dirección de pensamientos enteramente nuevos y aun de circunstancias las cuales, si las continuásemos, transformarían el rumbo de nuestras vidas.

Nuestra más grande esperanza yace en el hecho de que la Verdad existe. Ha llegado a nosotros por milenios, como un río cuya fuente permanece en lo Desconocido. A veces fluye su corriente fuerte y clara por la superficie de la tierra, enriqueciendo los corazones humanos. Otras veces, no encontrando un canal de mentes receptivas, desaparece y fluye tranquilamente bajo tierra y los terrenos que antes fertilizaba quedan estériles. Pero el río siempre fluye.

¿Cómo se nos ha transmitido esta "sabiduría de las edades"? ¿No ha sido por medio de las vidas y obras de los grandes maestros del pasado, el Maestro Jesús, Gautama Buda, Krishna, Mahoma, Confucio, Lao-Tze, Platón y otros más? Cada uno de ellos laboró con una sola finalidad: resucitar en la conciencia del ser humano el reconocimiento de su potencialidad divina y reafirmar los valores espirituales encarnados en las sagradas tradiciones de la antiguedad. Cada uno, a su propia manera, ayudó a que el río de la Verdad fluyese de nuevo por los campos del esfuerzo humano y que refrescase a las almas resecas de aquéllos cuya fe se había debilitado.

¿Por qué se repiten estos períodos áridos, cuando encontramos en el corazón de todas las grandes religiones y filosofías los idénticos principios de pensamiento y de acción rectos, el mismísimo núcleo de inspiración? ¿Fueron culpables los Maestros o sus enseñanzas? ¿O se trata de la inhabilidad de sus coetáneos de entender suficientemente el significado del mensaje y de transmitirlo en su debida pureza? Estos y otros muchos asuntos expuestos están tratados en las discusiones que siguen.

Pero antes pensemos en algunos de los problemas preliminares que confrontamos en nuestra búsqueda de una comprensión amplia de los misterios de la vida. En primer lugar, y esto es paradójico, ni Cristo ni Buda, ni tampoco ninguno de los demás que enseñaron a la humanidad, vinieron para establecer una religión mundial. El cristianismo primitivo, verbigracia, como se mostraba en la vida e influencia de Jesús, era una nueva presentación de esa sabiduría sempiterna, que después de haber sido escrita y "explicada" por sus innumerables expositores, ya fuese dentro o fuera de la iglesia, progresivamente llegó a ser cada vez menos y menos la síntesis universal de la ética y la filosofía como la daba el Maestro.

Siempre fueron los discípulos y seguidores de Cristo y de Buda quienes, profundamente conmovidos por la "nueva" revelación, crearon por sí mismos las religiones formales y construyeron los templos e iglesias con la esperanza de preservar así el viviente mensaje de su Maestro. Mientras transcurrieron los siglos y subsiguientes escuelas de pensamiento impusieron sus interpretaciones, repetidamente el espíritu de las enseñanzas originales llegó a ser ahogado por la interpretación literal de la letra muerta. Pues el mismo empeño de definir y dogmatizar automáticamente restringió la libre corriente de la Verdad y le quitó su potencia de vigorizar e iluminar.

Cualquiera que sea el nombre o forma exterior asumido por esta arcaica tradición durante las eras anteriores a las del cristianismo, en tierras al norte o al sur, al este o al oeste, desde el tercer siglo a.d. se dio a conocer como theosophia, "sabiduría de las cosas divinas," como la enseñó en Alejandría Amonio Sacas. Oculta del conocimiento público, a causa de las ya cerradas mentes de los primeros Padres de La Iglesia, cuyas disputas teológicas son conocidas, esta sabiduría continuaba como una corriente uniforme, no sólo con los Cabalistas, quienes estudiaron secretamente su "teosofía de los ángeles" durante los períodos obscuros de la Edad Media, sino que también ella estimuló las lumbreras del Renacimiento: Paracelso, Pico de la Mirandola, Leonardo de Vinci, Bruno, Kepler y una hueste de otros científicos, filósofos, poetas y artistas.

¿Fue una casualidad que los escritos de Jacob Boehme, el "teósofo teutónico" del siglo dieciséis, inspirara a San Martín a realizar una "correspondencia teosófica" con un amigo filósofo suizo a fines del siglo diecisiete? ¿Y que estas cartas fueran reimpresas en Inglaterra en 1863 con la esperanza de despertar un nuevo interés en "la ciencia teosófica y en el puro Evangelio envueltos en estas ideas"? ¿Y además, que Emerson y otros, estimulados por el discernimiento cósmico del Bhagavad-Gita, dirigieran la vanguardia del movimiento Transcendentalista en los Estados Unidos en los 1830?

Según la tradición, el gran reformador tibetano Tsong-Kha-pa (1357?-1419) profetizó que durante el último cuarto de cada siglo subsiguiente se sentiría un notable ímpetu espiritual, particularmente en el Occidente. Mientras que no se identifica fácilmente esta corriente revivificadora en los siglos inmediatamente sucesivos, parece haber tenido expresión en ciertos individuos iluminados, como también dentro de las cámaras secretas de los Alquimistas, Cabalistas, y Filósofos del Fuego. En los siglos dieciocho y diecinueve se puede notar el impulso espiritual con más claridad; no es que se fundara una nueva religión, sino que se sembró en el suelo de futuros siglos la semilla que más tarde florecería con una visión moral más amplia.

Hacia fines del siglo dieciocho, coincidiendo con las Revoluciones Americana y Francesa, ocurrió la primera ruptura importante del aislamiento religioso que dominaba a Europa, con la penetración dentro de los círculos intelectuales Occidentales del rico contenido filosófico de la literatura Oriental. Pero no fue sino hasta las décadas finales del siglo diecinueve cuando la fuerza vivificadora, penetrando por todos los rincones del mundo intelectual, adquirió un impulso suficiente para traerla a nuestro siglo presente.

El punto culminante de este ímpetu fue la publicación por Helena Petrovna Blavatsky en 1888 de su obra, La Doctrina Secreta, una investigación comprehensiva de las literaturas sagradas del mundo entero (no sólo del cristianismo) que revelaba las ideas claves en todas ellas, las cuales son como joyas engarzadas en un solo hilo de oro: el divino origen y destino del ser humano. De ningún modo era insignificante la reimplantación en el pensamiento Occidental de la antes universalmente reconocida doctrina de la Reencarnación, el retorno periódico del alma a la experiencia terrestre. De este modo el antiguo río que por tanto tiempo había estado enterrado bajo el cieno, por acumuladas disputas dogmáticas, otra vez fluía claro por la superficie.

Todo progreso de la humanidad proviene de los esfuerzos repetidos del alma humana para dar expresión a aquellas ideas espirituales primordiales que fueron implantadas profundamente en la memoria de la raza, cuando por primera vez encontró su hogar en este globo. Durante el largo curso de nuestra peregrinación, hemos avanzado de un estado de inconsciencia de uno mismo a una consciencia de nosotros mismos y, finalmente, a un reconocimiento de nuestra responsabilidad moral individual, una responsabilidad que ha sufrido muchas y variadas transformaciones.

Desde el punto de vista material, la evolución ha ido acercándose rápidamente a un zenit cíclico; pero ahora hay un nuevo impulso evolutivo intentando manifestarse, el cual tendrá que salir a luz a través del mismo medio que propende refrenarlo. En estos días decisivos, es a la fortaleza de la semilla divina creciente dentro de la dura cáscara del materialismo, al nacimiento de la fuerza moral y espiritual en las relaciones humanas, que volvemos nuestras miradas.

Hemos llegado por cierto a un punto decisivo, más allá del cual ya no nos atrevemos a someternos a la rigidez del dogma. El creciente número de legos que leen los clásicos religiosos y filosóficos del mundo rehusan aceptar cualquier fe religiosa, como la palabra final de la Verdad o la única vía de salvación. También los colegios y las universidades están impulsando un punto de vista más universal y, en un empeño de descubrir el hilo unificador de la sabiduría, están ofreciendo cursos regulares de religiones comparadas.

Así como el Sol físico revela las distintas fases de su actividad solar, de acuerdo con diferentes longitudes de onda que se emplean para fotografiarlo, asimismo cada una de las escrituras sagradas contiene diversos niveles de inspiración. Es posible leer las parábolas y leyendas que involucran a un maestro como una explicación histórica de su nacimiento, sus logros y enseñanzas; o, utilizando otra longitud de onda, podemos mirarlo como un Salvador, fulgurando por el horizonte de la experiencia humana, como un dios solar, que deja en pos de sí, una luz y una esperanza durante milenios; o aun podemos, con la simple práctica de sus preceptos, cobrar ánimo para el diario vivir.

Entonces debe ser obvio, que esta religión-sabiduría abarque los más profundos conocimientos del saber, así como la ética más pura. El pensamiento clave del arco es que en el corazón de todo está la Divinidad, por dentro, por fuera, por encima, por debajo, Divinidad que busca manifestarse para iluminar el ambiente dentro del cual nace su influencia. Lo trágico es que por muchos, pero muchos siglos nos hemos acostumbrado a creer, no por elección, sino por mala instrucción, que somos gusanos del polvo. No se nos enseñó que siendo dioses latentes tenemos que redescubrir por nosotros mismos las maneras y medios para llegar a ser, con el tiempo, colaboradores autoconscientes de la Naturaleza. Esta es una visión bella y fortalecedora, pues mediante el cuidadoso y justo equilibrio de la ley de causa y efecto, los ciclos de actividad y de reposo, a su vez permiten el perpetuo desarrollo de las cualidades deificadoras dentro de cada uno de nosotros.

Sin embargo nos vemos estancados en lo superficial, si nos fijamos solamente en las complicaciones de la doctrina técnica. Podemos estar seguros de que los Protectores de la raza no se habrían esmerado tanto en preservar en forma de semilla, mito, leyenda, símbolo y piedra, un conocimiento de estas tradiciones meramente para fascinar al intelecto. Se ha reiterado esta sabiduría de época tras época, porque en el fondo de toda fase de la enseñanza existe un concepto ético el cual hay que reconocer y ejemplarizar. El esfuerzo entero proviene de un impulso compasivo de conservar viva la ardiente intuición del ser humano.

La Verdad, como la felicidad, no se puede comprar. Deben merecerse y entre más sinceros seamos, más vigilantes hemos de estar para distinguir lo auténtico de lo falso. La diferencia no es siempre patente, pues no toda actividad que se llame religiosa o metafísica está edificada sobre un fundamento espiritual desinteresado. Después de que H. P. Blavatsky enunció la antigua y universal filosofía, el Occidente en especial se ha visto inundado de innumerables profetas menores quienes, dedicándose a una o más semiverdades, han erigido sobre ellas estructuras resplandecientes de fantasías. Nuestro propósito no es juzgar su mérito o demérito. El tiempo separará el trigo de la escoria.

Sin embargo, permítasenos aclarar que nosotros no tenemos ningún interés, ni podemos estar de acuerdo con las prácticas seudoespirituales extravagantes de hoy día: el siquismo, la búsqueda de fenómenos, la adquisición de las llamadas facultades ocultas, los ejercicios de hatha-yoga, las iniciaciones en los misterios especiales, casi siempre a cambio de dinero. Por mucho que se le disfrace, todo eso no es nada más que un llamamiento al egoísmo de la naturaleza humana. Aquellos de nosotros cuyos dedos han sido quemados por uno u otro de estos falsos ismos hemos aprendido, después de muchas penas y dificultades, que el sendero hacia la Verdad es por cierto "angosto y estrecho," pero que es el único camino que nos conducirá con seguridad a nuestra meta.

He sido privilegiado a través de los años en "dialogar" con individuos y agrupaciones de gente en varias regiones del mundo. En estas conversaciones se destacaba una realidad aparte de todo lo demás, la búsqueda de una filosofía factible a la que se pudieran aferrar en su interior y a la necesidad correspondiente de poder corroborar la percepción intuitiva de que hay una aclaración o explicación de los múltiples problemas y paradojas de la vida. Con el reconocimiento de que la civilización muestra, más que nada la evolución y el producto del carácter humano, nuestras conversaciones sondearon aquellos principios espirituales que pueden utilizarse en cualquier circunstancia, sin hacer caso de la profesión de fe, la política, la cultura o la clase social personal. Pues cualquiera que sea la trayectoria de experiencia de uno, siempre hay un terreno común de valores en que muchos pueden concurrir.

Mucho del material de esta obra, ofrece el fruto de un intercambio de ideas con centenares de hombres y mujeres que se había publicado en la revista Sunrise y, aunque se ha editado cuantiosamente, hemos procurado conservar la informalidad de los diálogos originales. Sin embargo, si algún lector espera una receta de instrucciones contenidas de antemano que le ilumine quedará decepcionado. Cada uno de nosotros es único, es una expresión individual de su ser interno; por lo tanto, habremos de descubrir y continuar aquel sendero de realización que pertenece a nosotros mismos y a nadie más.

No hay ninguna fórmula preparada que responda a las necesidades de todo el mundo, ni libro, ni guía, ni fuente alguna fuera del hombre en sí mismo; ¿quién puede predecir a otro lo que necesita para su propio adelanto? El único guía y mentor es la Vida. Una vez que un individuo, por los procedimientos naturales de su conciencia despierta, encuentra la piedra de toque de la Verdad dentro de sí mismo, se dará cuenta de que la autoridad de esa Verdad emana no de ésta o de aquella persona cuyos escritos él pueda haber leído o cuyas conversaciones le puedan haber gustado, sino que surgen de las profundidades de su propia alma. — J.A.L.



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